CONTRA LA TORTURA DE LOS ANIMALES Y LA DEFENSA DE SUS DERECHOS.

sábado, 13 de abril de 2013

Eterno Treblinka o ¿Por qué maltratamos tanto a los animales? de Charles Patterson






Las conexiones entre las prácticas de Hitler y el maltrato de animales en Estados Unidos son evidentes. Los rituales usados para descuartizar animales en mataderos fueron utilizados como modelo para la masacre de humanos durante el holocausto nazi. Esta es la base del libro. Pero Charles Patterson va más allá. Pone de manifiesto una verdad indiscutible, el sufrimiento que los humanos causan a los animales, que a menudo es el mismo que se provoca entre los mismos seres humanos. Y a pesar de todo ello, su mensaje es de esperanza. Su relato no dejará a nadie indiferente, por ello es considerado uno de los libros más influyentes del siglo XXI y está traducido once idiomas.



Ahora en audiolibro para que no haya excusa de que no se ha tenido tiempo de leerlo. Esto se escucha en el coche, lavando los platos o paseando al perro.

¡Imprescindible!!!

http://www.ivoox.com/podcast-por-maltratamos-tanto-a-animales_sq_f150812_1.html

martes, 31 de julio de 2012

El Quin de Leopoldo Alas Clarin




Lo siento por los que en materias de gusto no tienen más criterio que la moda, y no han de encontrar de su agrado esta verídica historia, porque en ella se trata de estudiar el estado de alma de un perro; y ya se sabe que el arte psicológico, que estuvo muy en boga hace muchos años, volvió a estarlo hace unos diez, ahora les parece pueril, arbitrario y soso a los modistos de las letras parisienses, que son los tiranos de la última novedad.




Los griegos, los clásicos, no tenían palabra para el concepto que hoy expresamos con esta de la moda; allí la belleza, por lo visto, según Egger, no dependía de estos vaivenes del capricho y del tedio. ¡Ah! los griegos hubieran podido comprender a mi héroe, cuya historia viene al mundo un poco retrasada, cuando ya los muchachos de París y hasta los de Guatemala, que escriben revistas efímeras, se burlan de Stendhal y del mismísimo Paul Bourget.



De todas suertes, el Quin era un perro de lanas, blanco. Él no sabía por qué le llamaban el Quin, pero estaba persuadido de que este era su nombre y a él atendía, satisfecho con este conocimiento relativo, como lo están los filósofos positivistas con los suyos, que llama Clay conocimientos sin garantía, y que no alcanzan más firme asiento. Si hubiera sabido firmar, y poco le faltaba, porque perro más listo y hasta nervioso no lo ha habido, hubiera firmado así: El Quin; sin sospechar que firmaba, aunque con muy mala ortografía: Yo el rey. Sí, porque sin duda su verdadero nombre era King, rey; sólo que las personas de pocas letras con quien se trataba pronunciaban mal el vocablo inglés, y resultaba en español Quin, y así hay que escribirlo.



Mayor ironía, por antífrasis, no cabe; porque animal que menos reinase, no lo ha habido en el mundo. Todos mandaban en él, perros y hombres, y hasta los gatos; porque le parecía una preocupación de raza, indigna de un pensador, dejarse llevar del instinto de antipatía inveterado que hace enemigos de gatos y perros sin motivo racional ninguno.



El Quin había nacido en muy buenos pañales; era hijo de una perrita de lanas muy fina, propiedad de una señorita muy sensible y muy rica, que se pasaba el día comiendo bombones y leyendo novelas inglesas de Braddon, Holifant y otras escritoras británicas. Nació el Quin, con otros cuatro o cinco hermanos, en una cesta muy mona, que bien puede llamarse dorada cuna; a los pocos días, la muerte, más o menos violenta, de sus compañeros de cesta le dejó solo a sus anchas con su madre. La señorita de las novelas le cuidaba como a u príncipe heredero; pero según crecía el Quin, y crecía muy deprisa, iba marchitando las ilusiones de su ama, que había soñado tener en él un perrito enano, una miniatura de lana como seda. La lana empezó a ser menos fina y rizosa; la piel era como raso, purísima, sonrosada... pero el Quin ¡daba cada estirón! Un perito declaró a la señorita fantástica que se trataba de un bastardo; aquella perrita ¡preciso es confesarlo! Había tenido algún desliz; había allí contubernio; por parte de padre el Quin era de sangre plebeya sin duda... De aquí se originó cierto despego de la sensible española-inglesa respecto del perro de sus ensueños; sin embargo, se le atendía, se le trataba como a un infante, si no ya como a príncipe heredero. Al principio, por miedo que lo arrojara a la calle, a la vida de vagabundo, que le horrorizaba, porque es casi imposible para un perro, sin el pillaje y el escándalo; al principio, digo, Quin procuró mantenerse en la gracia de su dueño haciendo olvidar el vicio grosero de su crecimiento aborrecido, a fuerza de ingenio... y, valga la verdad, payasadas.



Un escritor muy joven y de mucho talento, Mr. Pujo, en un libro reciente hace una observación muy atinada, que no me coge de nuevas, respecto de lo mucho que se engañan las personas mayores, de juicio, respecto del alcance intelectual de los niños. El niño, en general, es mucho más precoz de lo que se piensa. Yo de mí sé decir que, cuando contaba muy pocos años, me reía a solas de los señores que me negaban un buen sentido y un juicio que yo poseía hace mucho tiempo, para mis adentros. Pues esto que les suele pasar a los niños, le pasaba al Quin, que había llegado a entender perfectamente el lenguaje humano a su manera, aunque no distinguía las palabras de los gestos y actitudes porque en todo ello veía la expresión directa de ideas y sentimientos. El Quin no acababa de comprender por qué extrañaban los hombres que él fuera tan inteligente; y los encontraba ridículos cuando los veía tomar por habilidad suma el tenerse en dos pies, el cargar con un bastón al hombro, hacer el ejercicio, saltar por un aro, contar los años de las personas con la pata, etc., etc. todas estas nimiedades que le conservaban en el favor relativo de su ama, le parecían a él indignas de sus altos pensares, cosa de comedia que le repugnaba. Si se le quería por payaso, no por haber nacido allí, en aquel palacio, poco agradecimiento debía a tal cariño. Además, delante de otros perros menos mimados, que no hacían títeres, le daba vergüenza aquel modo de ganar la vita bona. Él deseaba ser querido, halagado por el hombre, porque su naturaleza le pedía este cariño, esta alianza misteriosa, en que no median pactos explícitos, y en que, sin embargo, suele haber tanta fidelidad... a lo menos por parte del perro. «Quiero amo, decía, pero que me quiera por perro, no por prodigio. Que me deje crecer cuanto sea natural que crezca, y que no me enseñe como un portento, poniéndome en ridículo».



Y huyó, no sin esfuerzo, del palacio en que había visto la luz primera.




Pasaba junto a la puerta de un cuartel, y el soldado que estaba de centinela lo llamó, le arrojó un poco de queso y el Quin, que no había comido hacía doce horas, porque todavía no sabía buscárselas, mordió el queso y atendió a las caricias del soldado. ¿Por qué ir más lejos? Él, amo sí lo quería; la vida de perdis le horrorizaba: si le admitían, se quedaría allí. Y se quedó. Ocultó al regimiento, que a poco prohijó al animal, las habilidades que tenía; pero dejó ver su nobleza, su lealtad; y todo el cuartel estaba loco de contento con el Quin, cuyo nombre se supo porque lo llevaba grabado en el collar de cuero fino con que se había escapado.



Desde el coronel al último recluta, todos se juzgaban dueños y amigos pro indiviso del noble animal. El Quin ocultaba sus gracias, su gran ingenio, pero se esmeraba en las artes de la buena conducta, era leal, discreto en el trato, varonil, hasta donde puede serlo un perro, en su fidelidad al regimiento no había nada de amanerado, de comedia. Era el encanto y el orgullo del cuartel y a él no le iba mal del todo con aquella vida. Desde luego la prefería a la del palacio. A lo menos aquí no era un bufón, y podía crecer y engordar cuanto quisiera. Huía de que le cortaran la lana al ras del pellejo, porque no quería lucir la seda de color de rosa de su piel; no quería mostrar aquellas pruebas de su origen aristocrático. La lana larga le parecía mejor para su modestia, para su incógnito; la llevaba como una mujer honesta y hermosa lleva un hábito. Procuraba estar limpio, pero nada más.



Trabó algunas amistades por aquellos barrios y le presentaron sus compañeros en el oficio de azotacalles a una eminencia que llamaba muchísimo la atención en Madrid por aquella época. Le presentaron al perro Paco. El Quin le saludó con mucha frialdad. Le caló en seguida. Era un poseur, un cómico, un bufón público. En el fondo era una medianía; su talento, su instinto, que tanto admiraban los madrileños, eran vulgares; el perro Paco tenía la poca dignidad de hacer valer aquellas habilidades que otros canes ocultaban por pudor, por dignidad, por no merecer la aclamación humillante de los hombres, que se asombraban de que un perro tuviera sentido común. Entre los perros, Paco llegó pronto a desacreditarse; los más grandes de su especie, o lo que fuese, le despreciaban en medio de sus triunfos populares; prostituía el honor de la raza; todo su arte era una superchería; todo lo hacía por la gloria; llegó al histrionismo y al libertinaje asqueroso. Las vigilias de los colmados, sus hazañas de la plaza de toros las vituperaban los perros dignos, serios, valientes y las miraban como Agamemnon y Ayax, de Shakespeare, los chistes y agudezas satíricas de Tersites.



El Quin era de los que le desdeñaba más y mejor, sin decírselo. El perro Paco cada vez que le encontraba se ponía colorado, como se ponen colorados los perros negros, es decir, por los ojos, y en su presencia afectaba naturalidad y fingía estar cansado de aquella vida de parada, de exhibición y plataforma. Por no ver aquellas cosas, el Quin deseaba salir de la corte. «Perro chistoso, pensaba el Quin, recordando a Pascal, mal carácter». Empezó, además, a encontrar poco digna de su pensamiento más hondo, la vida del cuartel. Algunos soldados eran groseros, abusaban de su docilidad... y aquella fama de perro leal que tenía y tanto había cundido, acabó por molestarle. Deseaba oscurecerse, irse a provincias; peor ¿con quién?






Un comandante del regimiento que había declarado al Quin, si no hijo, perro adoptivo, tenía pendiente de resolución en las oficinas de Clases pasivas la jubilación de un pariente cercano, y con el tal comandante solía nuestro héroe entrar en aquellas oficinas; pero es claro que no pasaba de la portería, donde le toleraban; y allí esperaba a que saliera su comandante para irse de paseo con él. Pues en aquella portería, donde el Quin llevaba grandes plantones, encontró la persona con quien pudo realizar su gran deseo de marcharse a provincias.



Observaba el Quin que, después de mayor o menor lucha con los porteros, todos los que pretendían entrar a vérselas con los empleados, lo conseguían. Notó el perro que los más audaces, los más groseros en sus modales eran los que entraban más fácilmente, aunque no fueran personajes. Los tímidos sudaban humillación y vergüenza antes de vencer la resistencia de los cancerberos con galones. Y un joven delgado, de barba rala, de color cetrino, de traje no muy lucido, de ojos azules claros muy melancólicos, a pesar de no faltar ni un día sólo a la portería defendida como una fortaleza, nunca podía pasar adelante; y eso que, a juzgar por el gesto de ansiedad que ponía cada vez que le negaban el permiso de entrar donde tanto le importaba, aquella negativa debía de causarle angustias de muerte. El Quin, tendido en un felpudo, con el hocico entre las patas, seguía con interés y simpatía la pantomima cotidiana del portero y el joven cobarde.



El cancerbero ministerial le leía en los ojos al mísero provinciano (que lo era, y harto se le conocía en el acento) que venía sin más recomendaciones y sin más ánimos que otras veces; y en él desahogaba toda su soberbia y todo su despotismo vengándose de los desprecios de otros más valientes. En el rostro del joven se pintaba la angustia, la desesperación; se leía un momento un relámpago de energía, que pasaba para dejar en tinieblas de debilidad y timidez aquella cara abandonada a la expresión de la tristeza abatida.



Llegó a conocer el Quin que el portero todavía tenía en menos al tal muchacho que a él mismo, con ser perro. Puede que primero le hubiera dejado pasar a él a preguntar por su expediente.



El de los pantalones de color de canela, como el Quin llamaba para sus adentros al provinciano de barba rala, se sentaba en un banco de felpa y allí se estaba las horas muertas, como podía estar un saco, para los efectos del caso que le hacían.



Por algunos pedazos de conversación que el Quin sorprendió, supo que aquel chico venía de una ciudad lejana a procurar poner en claro los servicios de su padre, difunto, a fin de obtener una corta pensión de viuda para su madre, pobre y enferma. No tenía padrinos, luego no tenía razón; ni siquiera le permitían ponerse al habla con el alto empleado que se empeñaba en interpretar mal cierto decreto; equivocación, o mala voluntad, de que nacían los apuros del pretendiente, llamémosle así. Pretendiente de justicia, el más desahuciado.



A fuerza de verse muchas veces solos en la portería el Quin y Sindulfo (el nombre del tímido mancebo), con el compañerismo de su humildad, de aquel non plus ultra que los detenía en el umbral de la gracia burocrática, llegaron a tratarse y a estimarse. Los dos se tenían a sí propios, en muy poco; los dos sentían la sorda, constante tristeza de estar debajo, y sin hablarse, se comprendían. De modo que, con poco que buenas palabras sin más que algunas muestras de deferencias, tal como dejarle el Quin un sitio mejor que el suyo a Sindulfo, algunas caricias de una mano y otras de un hocico, se hicieron muy buenos amigos. Y cuando ya lo eran, y compartían en silencios eternos su común desgracia de ser insignificantes, una tarde entró un mozo de cordel con un telegrama para Sindulfo, que se puso pálido al ver el papelito azul. Apenas era nada. La muerte de su madre; todo lo que tenía en el mundo. Se desmayó; el portero se puso furioso; le dieron al provinciano, de mala gana un poco de agua, y en cuanto pudo tenerse en pie casi le echaron de allí. Sindulfo no volvió a las oficinas de Clases pasivas. ¿Para qué? La viuda ya no necesitaba viudedad; se había muerto antes de que le arreglaran el expediente. Nuestros covachuelistas jamás cuentan con eso, con que somos mortales.



Pero no perdió Sindulfo el amigo que había ganado en la portería. La tarde de su desgracia el Quin dejó, sin despedirse, al comandante, y siguió al huérfano hasta su posada humilde.



En la soledad del Madrid desconocido, el provinciano de los pantalones de color de canela no tuvo más paño de lágrimas, si quiso alguno, que las lanas de un perro.













Y en un coche de tercera se fueron los dos a la ciudad triste y lejana de Sindulfo. El Quin, por no separarse de su amo, se agazapó bajo un banco, y así llegó a la provincia: lo que él quería; a la oscuridad, al silencio.



Aquel poco ruido y poco tránsito de las calles le encantaba al Quin. Le parecía que salía a la orilla después de haber estado zambullido entre las olas de un mar encrespado.



Se trataba con pocos perros. Prefería la vida doméstica. Su amo vivía en una casita humilde, pero bien acariciada por el sol, en las afueras. Vivía con una criada. Por la mañana iba a un almacén donde llevaba los libros de un tráfico que no había por la tarde. Y entonces volvía junto al Quin, y trabajaba silencioso, triste, en obras primorosas de taracea, que eran su encanto, su orgullo, y una ayuda para vivir. El ruido rápido, nervioso, de la sierrecilla, algo molestaba al Quin al principio; pero se acostumbró a él, y llegó a dormir grandes siestas mecido por aquel ritmo del trabajo.



¡Ay, respiraba! Aquello era vivir.



Los primeros meses Sindulfo trabajaba en la marquetería callado, triste. A veces se le asomaban lágrimas a los ojos.



«Piensa en su madre», se decía el Quin; y batía un poco la cola y alargando el hocico se lo ponía al amo sobre las flacas rodillas, que cubría el paño de color de canela. Una tarde de Mayo el Quin vio con grata sorpresa que su dueño, después de terminar una torre gótica de tejo, sacaba de un estuche una flauta y se ponía a tocar muy dulcemente.



¡Qué encanto! Aquellas dancitas antiguas, aquellas melodías románticas, monótonas, pero de sencillez y naturalidad simpáticas, apacibles, entrañables, le sabían a gloria al perro.



El Quin nunca había amado. Las perras le dejaban frío. Aquella brutal poligamia de la raza le hacía repugnante el amor sexual. Además, ¡qué escándalos daban los suyos por las calles! ¡Y qué lamentables complicaciones fisiológicas las de la cópula canina! «Si algún día me enamoro, pensó, será en la aldea, en el campo».



La flauta de su dueño le hacía pensar en el amor, no en los amores. Para temperamentos como el del Quin, la amistad puede ser un amor tibio; sublime en la solidez de su misteriosa tibieza.



Sus amores eran su dueño. Le leía en los ojos, y en el modo de trabajar en la taracea, y, sobre todo, en el de tañer la flauta, el fondo del alma. Era un fondo muy triste, no desesperado, pero sí desconsolado. Era Sindulfo hombre nacido para que le quisieran mucho, pero incapaz de procurar traer a casa el amor, en pasando de la personalidad íntima de un perro. Había llevado al Quin; no se atrevería a llevar una compañera, mujer o querida.



Pero Sindulfo, como el Quin en la paz tenía un bálsamo. Sí, se comprendían por señas, por actos acordes. La vida sistemática, el silencio en el orden, la ausencia de peripecias en la vida, como una especie de castidad; la humildad como un ambiente. Esto querían.



El cariño del Quin era más fuerte, más firme que el de Sindulfo. El perro, como inferior, amaba más. No temía, sin embargo, una rival. «No, pensaba el perro; aquí no entrará una mujer a robarme este halago. Mi amo no me dejará nunca por una esposa ni por una querida. No se atreve con ellas».













-Nos vamos al campo, amigo, entró un día diciendo Sindulfo. Y se fueron. A pocas leguas de la ciudad, donde la madre había dejado unas poquísimas tierras que llevaba en renta un criado antiguo, Sindulfo iba a pescar, y a corregir las condiciones del arrendamiento.



Al Quin, a la vista de los prados y los bosques y las granjas sembradas por la ladera, le corrió un frío nervioso por el espinazo. Se acordó de su antiguo pensamiento: «Yo sólo podría amar en la aldea».



«¡Si todavía podré ser yo feliz con algo más que paz y resignación dulce!». Sentir esta esperanza le pareció una soberbia. Además, era una infidelidad. ¿No se había casi prometido él, en secreto, no querer más que a su amo, al amo definitivo?



Pero tenía disculpa su vanidad de soñar con poder ser feliz voluptuosamente, en las nuevas intensas emociones que le causaba el ambiente campesino, la soledad augusta del valle nemoroso.



Con delicia de artista contemplaba ahora el Quin los pasos de su vida: de la corte a la ciudad provinciana, de la ciudad a la aldea... Y cada paso en el retiro le parecía un paso más cerca de su alma. Cuanta más soledad, más conciencia de sí.



Cuando llegó la noche, los caseros le dejaron en la quintana, en la calle, delante de la casa. ¡Oh memorables horas! Las aves del corral yacían recogidas en el gallinero, y allá a lo lejos se oían sus misteriosos murmullos del sueño perezoso. El ganado de cerda, en cubil de piedra, dormitaba soñando, con gruñidos voluptuosos; el aire movía suavemente, con plática de cita amorosa, las bíblicas y orientales hojas de la higuera; la luna corría entre nubes, y en toda la extensión del valle, hasta la colina de enfrente, resonaban como acompañamiento de la luz de plata, que cantaba la canción de la eterna poesía del milagro de la creación enigmática, resonaban los ladridos de los perros, esparcidos por las alquerías. Ladraban a la luna, como sacerdotes de un miedoso culto primitivo, o como poetas inconscientes, exasperados y tenaces en su ilusión mística.



El Quin se sintió unido, con nuevos lazos, de iniciación pagana, a la madre naturaleza, al culto de Cibeles... y a las pasiones de su raza... De los castaños de Indias se desprendía un perfume de simiente prolífica; amor le pareció un rito de una fe universal, común a todo lo vivo. De la próxima calleja, sumida en la obscuridad de los árboles que hacían bóveda, esperaba el Quin que surgiera la clave del enigma amoroso.



El alma toda, con las voces de la noche de estío, le gritaba que por aquella obscuridad iba a presentarse el misterio; por allí debía de aparecer... la perra.



Sintió ruido hacia la calleja... surgieron dos bultos... Eran dos mastines. Dos mastines que le comían al Quin las sopas en la cabeza.



El Quin ignoraba las costumbres de la aldea. No sabía que allí, los perros como los hombres, iban a rondar, a cortejar a las hembras.



Aquellos dos mastines eran dos valientes de la parroquia que habían olido perro nuevo en ca el Cutu, y venían a ver si era perra.



Olieron al Quin con cierta grosería aldeana, y, desengañados, con medianos modos le invitaron a seguirles. Iban a pelar la pava, o, como por aquella tierra se dice, a mozas, es decir, a perras.



¡Oh desencanto! La perra, en el campo, como en la corte, como en la ciudad, vivía en la poligamia.



El Quin, sin embargo, no resistió a la tentación; y más por la ira del desengaño, que por la seducción de la noche de efluvios lascivos, siguió a los mastines; como tantos poetas de alma virginal, tras la muerte helada del primer amor puro, se arrojan a morder furiosos la carne de la orgía.



El Quin-Rollá pasó aquella noche al sereno.





Siguió a los mastines por la calleja obscura, sin saber a punto fijo adónde le llevaban, aturdido, lleno de remordimientos y repugnancia antes del pecado. Le zumbaban los oídos. Pero iba. Era la inercia del mal, de la herencia de mil generaciones de perros lascivos.



Desembocaron en los prados anchos, iluminados por la luna, cubiertos por una neblina, recuerdo del diluvio según Chateaubriand, la cual, como una laguna de plata, inundaba el valle. Era sábado. Los mozos de todas las parroquias del valle cortejaban en las misteriosas obscuridades poéticas de las dos colinas que al Norte y al Sur limitaban el horizonte, junto a las alquerías escondidas en la espesura de castaños y robledales.



El ixuxú prehistórico del aldeano celta resonaba en las entrañas de las laderas y bajo las bóvedas de los bosques, mezclándose con el canto del grillo, la wagneriana exclamación estridente de la cigarra y el ladrido de los perros lejanos.



Jamás es la prosa del vicio grosero tan aborrecible como cuando tiene por escenario la poesía de la naturaleza.



En aquel valle, de silencio solemne, que hacían resaltar los lamentos de los animales en vela, aquellos gritos como perdidos en la inmensa soledad callada de la tierra y el aire; en aquella extensión alumbrada con luz elegiaca por la eterna romántica del cielo, ¡cuánto hubiera deseado el Quin alguna pasión casta, un amor puro!... Pronto se enteró de lo que ocurría. Se trataba de una perra nueva que había llegado a un de aquellas parroquias rurales por aquellos días. La escasez de perras en la aldea es uno de los males que más afligen a la raza canina del campo; por una selección interesada, en las alquerías se proscribe el sexo débil para la guarda de los ganados y de las casas; y al perro más valiente le cuesta una guerra de Troya el más pequeño favor amoroso, por la competencia segura de cien rivales.



Pero aquellos mastines hicieron comprender al Quin aquella noche, con datos de observación, que menos racionalmente obraban los hombres. Al fin, los perros se atacaban, se mordían para conquistar una hembra, o por lo menos alcanzar la prioridad de sus favores; pero los mozos de la aldea, que gritaban ¡ixuxú! y, como los perros, atravesaban los prados a la luz de la luna, y se escondían en las cañadas sombrías, y daban asaltos a los hórreos y paneras en mitad de la noche, ¿por qué se molían a palos y se daban de puñaladas con navajas barberas y disparaban ad vultum tuum cachorrillos y revólveres? Por el amor de la guerra; porque, pacíficamente, hubieran podido repartirse las zagalas casaderas, que abundan más que los zagales y no eran tan recatadas que no echaran la persona (galanteo redicho, conceptuoso, a lo galán de Moreto), con diez o doce en una sola noche, a la puerta de casa, a la luz de las estrellas, como Margarita la de la de Fausto, menos poéticas, pero más provistas de armas defensivas de la virginidad putativa, gracias a los buenos puños.



Sí; los hombres, como los perros, hacían del valle poético, en la noche del sábado, campo de batalla, disputándose en la soledad la presa del amor. La diferencia estaba en que las aventuras perrunas llegaban siempre al matrimonio consumado, aunque deleznable y en una repugnante poligamia, mientras los deslices graves eran menos frecuentes entre mozos y mozas.













Al amanecer, jadeante, despeado, con una cuarta de lengua fuera, la lana mancillada por el lodo de cien charcos, el Quin llegó a la puerta de la granja en que descansaba su amo, arrepentido de delitos que no había cometido, con la repugnancia y el dejo amargo de placeres furtivos que no había gustado. Traía la vergüenza de la bacanal y la orgía, sin la delicia material de sus voluptuosidades. La perra dichosa, tan disputada por ochenta mastines aquella noche, había repartido sus favores a diestro y siniestro; pero la timidez, la frialdad de Quin, no habían sido elemento a propósito para fijar un momento la atención de aquella Mesalina de caza; porque era de caza.



En fin, nuestro héroe volvió a la puerta de su casa sin haber conocido perra aquella noche, y en cambio humillado por las patadas y someros mordiscos de otros perros, que le habían creído rival y le habían maltratado.



Pero faltaba lo peor. Sindulfo, el dueño, más querido que todas las perras del mundo, había desaparecido. Se había ido de pesca antes de amanecer. El Quin no sabía adónde. Esperó todo el día a la puerta de la granja, y el amo no pareció. Ni de noche vino. Al día siguiente supo Quin que un recado urgente de la ciudad la había hecho abandonar su proyectada estancia en el campo y volverse al almacén, donde era indispensable su presencia. Más supo el perro: el casero de Sindulfo, el aldeano que llevaba en arriendo sus cuatro terrones, se había enamorado del buen carácter del animal, y había suplicado a Sindulfo que se lo dejara en la granja, ya que él no tenía perro por entonces. Y el Quin, en calidad de comodato, estaba en poder de aquellos campesinos.



Toda la extensión del ancho valle le pareció un calabozo, una insoportable esclavitud.



Él era humilde, obediente, resignado; pero aquella ingratitud del amo no podía sufrirla. ¡Cómo! ¿El destino enemigo le castigaba tan rudamente al primer desliz? ¡Sólo por una tentativa, casi involuntaria, de crápula pasajera, le caía encima el tremendo azote de quedarse sin el amparo del único real cariño que tenía en el mundo! No pensaba el Quin que esta forma toman los más exquisitos favores de la gracia; que los deslices de los llamados a no tenerlos tienen pronta y aguda pena, para que el justo no se habitúe al extravío.



Tomó vientos, y con la nariz abierta al fresco Nordeste, como hubiera hecho Ariadna, a ser podenco, el Quin, huyendo de la alquería a buen trote, buscó el camino de la ciudad y llegó a su casa de las afueras en pocas horas.



No le recibió de buen talante Sindulfo, aunque orgulloso del apego del perro a su persona y de la hazaña del viaje; pero el Quin tuvo que volver a la aldea, porque la palabra es la palabra, y el préstamo del perro había de cumplirse. No se rebeló el humilde animal. Ante un mandato directo y terminante, ya no se atrevió a invocar los fueros de su libertad.



El cariño le ataba a la obediencia. Aquel amo lo había escogido él entre todos. Era el amo absoluto. Lloró a su modo la ingratitud, y la pagó con la lealtad, viviendo entre aquellos groseros campesinos, que le trataban como a un villano mastín de los que daba la tierra.



Al principio la vida de la aldea, con su prosa vil de corral, le repugnaba; pero poco a poco empezó a sentir, como nueva cadena, la fuerza de la costumbre. Empezó a despreciarse a sí mismo al verse sumirse, sin gran repugnancia ya, en aquella existencia de vegetal semoviente.



Y ¡horror de los horrores! empezó a perder la memoria de la vida pasada, y con ella su ideal: el cariño al amo. No fue que dejara de quererle, dejó de acordarse de él, de verle, de sentir lo que le quería; velo sobre velo, en su cerebro fueron cayendo cendales de olvido; pero olvidaba... las imágenes, las ideas; desapareció la figura de Sindulfo, en concepto de amo, el de ciudad, el de aquellos tiempos. Perro al fin, el Quin no era ajeno a nada de lo canino, y su cerebro no tenía fuerza para mantener en actualidad constante las imágenes y las ideas. Pero le quedó el dolor de su desencanto; de lo que había perdido. Siguió padeciendo sin saber por qué. Le faltaba algo, y no sabía que era su amo; sentía una decepción inmensa, radical, que entristecía el mundo, y no sabía que era la de una ingratitud.



¡Quién sabe si muchas tristezas humanas, que no se explican, tendrán causas análogas! ¡Quién sabe si los poetas irremediablemente tristes, serán ángeles desterrados... del cielo... y sin memoria!



El Quin se amodorraba; como no tenía el recurso de hacerse simbolista, ni de crear un sistema filosófico, ni una religión, se dejaba caer en la sensualidad desabrida como en un pozo; escogía la forma más pasiva d ela sensualidad, el sueño; siempre que le dejaban, estaba tendido, con la cabeza entre las patas. Y con la paciencia de Job, un Job sin teja, miraba las moscas y los gusanos que se emboscaban en sus lanas, sucias, largas, desaliñadas, lamentables.



Y así pasó mucho tiempo. Era el perro más soso del valle. No vivía ni para afuera ni para adentro; ni para el mundo ni para sí. No hacía más que dormir y sentir un dolor raro.













Una tarde, dormitaba el perro de lanas sobre la saltadera del muro que separaba la corrada de la llosa, por entre cuya verdura de maíz iba el sendero, que llevaba a la carretera, haciendo eses. Por allí se iba a la ciudad, y el Quin despertó mirando con ojos entreabiertos la estrecha cinta de la trocha, según instintiva costumbre, sin acordarse ya de que por allí había marchado el ingrato amigo.



De repente, sintió... un olor que le puso las orejas tiesas, le hizo erguir la cabeza, gruñir y después lanzar dos o tres ladridos secos, estridentes, nerviosos. Se puso en pie. Oyó un rumor entre el maíz. ¡Aquel olor! Olía a una resurrección, a un ideal que despertaba, a un amor que salía del olvido como un desenterrado... Al olor siguió una voz... El Quin dio una salto... y en aquel instante, allá abajo, a los pocos metros, apareció Sindulfo, con su pantalón candela todavía.



De un brinco el Quin se arrojó de la pared sobre su amo; y en dos pies, con la lengua flotando al aire como una bandera, se puso a dar saltos como un clown para llegar a las barbas ralas del dueño, que reaparecía brotando entre las tinieblas del olvido del latente dolor nostálgico.



¡Todo lo comprendía el Quin! ¡Aquello era lo que le dolía a él sordamente! ¡Aquella ausencia, aquella ingratitud, que ya estaba perdonando, en cuanto se hizo cargo de ella! ¡Perdonaba, ya lo creo! ¿Cómo no, si el ingrato estaba otra vez allí?



Saltaba el Quin, aullando tembloroso de delicia suprema... Saltaba... y en uno de esos saltos, en el aire, sintió que, como una sierra de agudísimos dientes, le cogían por mitad del cuerpo y le arrojaban en tierra. Mientras el lomo le dolía con ardor infernal, sintió que le oprimía el pecho y el vientre con dos patazas de fiera, y vio, espantado, sobre sus ojos la faz terrible de un enorme perro danés, gigante, que le enseñaba las fauces ensangrentadas, amenazando tragarle...



Acudió Sindulfo y libró a su pobre Quin de las garras de la muerte.



-¡Fuera, Tigre! ¡Malvado! ¿Habrase visto? ¡Son celos, ja, ja; son celos!



Cuando el Quin volvió de su terror y aturdimiento, se enteró de lo que pasaba. Ello era que con Sindulfo venía su nuevo amigo fiel, el Tigre, un perro danés de pura raza, fiera hermosa y terrible.



No consentía rivales ni enemigos de su amo, y al ver los extremos de aquel perruco de lanas, se había lanzado a defender a su dueño o a librarle de caricias que a él, al Tigre, le ofendían.



Sí; tal era la triste verdad. El Quin había hecho nacer un Sindulfo el amor genérico a la raza canina; el individuo ya le era indiferente; no podía vivir sin perro, y ahora tenía otro, al cual le unían lazos firmes y estrechos ¡Cosa más natural!



Sindulfo acarició al Quin, le cató las heridas, que eran crueles; pero en el fondo estaba orgulloso y satisfecho de la hazaña del Tigre. ¡Qué celo el de su danés!



Aquella noche la pasó el Quin desesperado de dolor; con ascuas de fuego material en las heridas de sus lomos, y fuego de un infierno moral en las entrañas de perro sensible.



¡Para esto volvía el recuerdo, para esto renacía la clara conciencia de la amistad perdida! No pudo resistir su pasión.



Se pasó la horrible noche rascando la puerta del cuarto de Sindulfo; y por la mañana, cuando la abrieron, saltó dentro de la alcoba con ímpetu loco, y sin reparar en el lodo y la sangre de sus lanas miserables, se lanzó sobre el lecho en que aún descansaba el amo ingrato, saltando por encima del Tigre, que en vano quiso coger por el aire al intruso.



El Quin, tembloroso, casi arrepentido de su hazaña, se refugió en el regazo de su dueño, dispuesto a morir entre los dientes del rival odiado, pero a morir al calor de aquel pecho querido.



No hubo muertes; Sindulfo evitó nuevos atropellos; pero aquella tarde dejó la aldea, se volvió a la ciudad con el Tigre, se despidió del Quin con tres palmadas y prohibiéndole que le acompañara más allá de la saltadera de la corrada.



Y el Quin, herido, maltrecho, humillado, los vio partir, al amo y al perro favorito, por el sendero abajo, camino de la carretera, de la ciudad, del olvido...



Era la hora del Angelus; en una capilla que había al lado de la granja se juntaba la gente de la aldea a rezar el rosario. Iban los campesinos entrando en el templo, sin fijarse en el Quin y menos en sus penas.



El perro de lanas, cuando perdió de vista al ingrato, dejó su atalaya, anduvo un rato aturdido, y al oír el rumor de la oración en la capilla, atravesó el umbral y se metió en el sagrado asilo. No entendía aquello; pero le olía a consuelo, a último refugio de espíritus buenos, doloridos... Mas cuando sentía estas vaguedades, sintió también una grandísima patada que uno de los fieles le aplicaba al cuarto trasero para arrojarlo del recinto.



«Es verdad», pensó; saliendo de prisa sin protestar.



«¿Qué hago yo ahí? Lo que los perros en misa. Yo no tengo un alma inmortal. Yo no tengo nada». Y volvió a su atalaya, en adelante inútil, de la saltadera, sobre el muro que dominaba el sendero, el sendero de la eterna ausencia.



No pudiendo con el peso de sus dolores, se dejó caer, más muerto que echado... Oscurecía; el cielo plomizo parecía desgajarse sobre la tierra. Metió la cabeza entre las patas y cerró los ojos... Para él no había religión, para él no había habido amor: había despreciado la vanidad, la ostentación; se había refugiado en el afecto tibio, sublime en su opaca luz, de la amistad fiel... y la amistad le vendía, le ultrajaba, le despreciaba...



Y para colmo de injurias, volvería la condición de su cerebro, de su alma perruna, a traerle el olvido rápido del ideal perdido... y le quedaría el dolor sordo, intenso, sin conciencia de su causa...



¡Pobre Quin! Como era un perro, no podían consolarse pensando que, con eso y con todo, a pesar de tanta desgracia, de tanta miseria, sólo por haber sido humilde, leal, sincero, era más feliz que muchos reyes de los que más ruido han hecho en la tierra.









Este cuento forma parte del libro Cuentos morales

Obtenido de "http://es.wikisource.org/wiki/El_Quin"

viernes, 27 de julio de 2012

L'aliment dels deus d'Arthur C. Clark





Adaptación en catalán del famoso relato de Arthur C. Clark sobre los retos de una futura humanidad para conseguir una alimentación sostenible para todos. Me gustaría pensar que al igual que en el relato, la gente del futuro se escandalizara al pensar que los antiguos comían carne. Esperemos que la carne sintética la inventen ya de una vez.


Ahí va el relato:



EL ALIMENTO DE LOS DIOSES



Es una mera cuestión de honradez, señor presidente, el advertirle que gran parte de mi testimonio va a ser sumamente desagradable; implica aspectos de la naturaleza humana que muy rara vez han sido discutidos en público, y menos ante una comisión del Congreso. Pero me temo que no tienen más remedio que afrontarlo; hay momentos en que debemos rasgar el velo de la hipocresía, y éste es uno de ellos.

Ustedes y yo, señores, descendemos de una larga estirpe de carnívoros. Veo por sus expresiones que muchos de ustedes desconocen el término. Bueno, no es de extrañar; pertenece a una lengua que cayó en desuso hace uno dos mil años. Tal vez sea mejor que nos dejemos de eufemismos y seamos brutalmente sinceros, aun cuando tenga que emplear expresiones que no se han oído jamás entre gente educada. Pido perdón de antemano a todo aquel a quien pueda ofender.

Hasta hace unos siglos, el alimento predilecto de casi todos los hombres había sido la carne: la carne de animales que se sacrificaban. No pretendo revolverles el estómago; es sencillamente la constatación de un hecho que pueden comprobar en cualquier manual de historia... Pues claro que sí, señor presidente. Estoy totalmente dispuesto a esperar a que el senador Irving se sienta mejor. Nosotros los profesionales olvidamos a veces la reacciones que pueden experimentar los profanos ante declaraciones de esta naturaleza. Al mismo tiempo debo advertir a la junta que lo que viene a continuación es mucho peor. Si alguno de los presentes es algo delicado, le sugiero que siga el ejemplo del senador, antes de que sea demasiado tarde...

Bueno, pues continúo. Hasta los tiempos modernos, todo el alimento estaba clasificado en dos categorías. La mayor parte se derivaba de las plantas: cereales, frutas, plancton, algas y otras formas de vegetación. Nos es difícil comprender que la inmensa mayoría de nuestros antepasados fueran granjeros y sacaran el alimento de la tierra o del mar mediante técnicas primitivas, a menudo muy penosas, pero ésa es la pura verdad. El segundo tipo de alimento, si se me permite volver sobre tan desagradable tema, era la carne, obtenida de un número relativamente pequeño de animales. Puede que sus nombres les resulten familiares: vacas, cerdos, ovejas, ballenas. La mayoría de la gente - lamento insistir en esto, pero el hecho está fuera de toda discusión - prefería la carne a cualquier otra clase de alimento, pese a que sólo los más ricos podían satisfacer este apetito. Para la mayor parte de la humanidad, la carne era un bocado exquisito, casi desconocido, en una dieta compuesta en más de un noventa por ciento de verduras. Si consideramos el hecho serenamente y de una manera desapasionada - como espero que el senador Irving está en disposición de hacer en este momento -, podemos ver que la carne se convirtió en algo raro y caro, pues su producción requiere un proceso extremadamente ineficaz. Para producir un kilo de carne, el animal en cuestión tenía que comer lo menos diez kilos de alimento vegetal... alimento que muy frecuentemente podía haber consumido el hombre directamente. Al margen completamente de cualquier consideración estética, este estado de cosas no podía tolerarse después de la explotación demográfica del siglo XX. Todo hombre que comía carne condenaba a diez o más de sus semejantes a la inanición...

Felizmente para todos nosotros, la bioquímica ha resuelto el problema: como deben saber ustedes, la respuesta la dio uno de los innumerables productos accesorios de la investigación espacial. Todo alimento - animal o vegetal - es extraído a partir de un número muy reducido de elementos corrientes. Carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, trazas de azufre y de fósforo... esta media docena de elementos, junto con algunos más, se combinan en una casi infinita variedad de maneras, componiendo todos los alimentos que el hombre ha utilizado y utilizar jamás. Al enfrentarse con el problema de la colonización de la Luna y los planetas, los bioquímicos del siglo XXI descubrieron el medio de obtener sintéticamente cualquier elemento deseado a partir de las materias primas fundamentales de agua, aire y roca. Fue quizá el logro más importante de la historia de la ciencia. Pero no debemos enorgullecernos demasiado de ello. El reino vegetal nos había superado ya en mil millones de años.

Los químicos podían ahora producir sintéticamente cualquier tipo de alimento imaginable, tuviera o no su correspondiente paralelo en la naturaleza. No hace falta decir que hubo errores... y hasta desastres. Se erigieron imperios industriales que luego se vinieron abajo; el cambio de la explotación agrícola y animal por gigantescas instalaciones de elaboración automática y los omniversores de hoy fue a menudo doloroso. Pero tenía que darse ese paso, y ahora estamos mejor por esa razón. Se ha eliminado para siempre el problema del hambre, y disfrutamos de una alimentación rica y variada como no se ha conocida en ninguna otra época. Además, naturalmente, se ha logrado una ventaja moral. Ya no sacrificamos millones de seres vivos, y aquellas repugnantes instituciones que eran los mataderos y las carnicerías han desaparecido de la faz de la Tierra. Nos parece increíble que nuestros antepasados, por toscos y brutales que fuesen, pudieran tolerar semejantes obscenidades. Y no obstante... es imposible romper totalmente con el pasado. Como he dicho ya, somos carnívoros; heredamos gustos y apetencias adquiridos a lo largo de un millón de años. Nos agrade o no, hace sólo unos años, algunos de nuestros bisabuelos disfrutaban comiendo carne de cordero y de carnero y de cerdo... cuando podían. Y nosotros aún disfrutamos hoy de ese placer... -Dios mío! Será mejor que el senador Irving espere fuera a partir de ahora. Creo que no he debido expresarme con tanta brusquedad.

Lo que quería decir, naturalmente, es que muchos de los alimentos sintéticos que actualmente consumimos tienen la misma fórmula que los antiguos productos naturales; algunos de ellos, efectivamente, son réplicas tan exactas que ninguna prueba química o de otro tipo podría encontrar la diferencia. Esta situación es lógica e inevitable; los fabricantes nos hemos limitado a tomar como modelos los alimentos presintéticos más populares, y reproducir su gusto y textura. Naturalmente, hemos creado también nombres nuevos que no sugieren origen anatómico o zoológico alguno, evitando así desagradables asociaciones. Cuando vamos a un restaurante, la mayoría de los nombres que encontramos en la carta han sido inventados a partir de principios del siglo XXI, o son adaptaciones de los nombres originales franceses, por lo que muy pocas personas podrían reconocerlos. Si alguna vez quieren ustedes averiguar cuáles son sus respectivos umbrales de tolerancia, pueden hacer un interesante, pero sumamente desagradable, experimento. La sección clasificada de la Biblioteca del Congreso posee un amplio repertorio de menús de restaurantes famosos - sí, y de los banquetes de la Casa Blanca -, registrados desde hace quinientos años hasta la fecha. Son de una franqueza cruda, disecadora, que los hace casi ilegibles. Creo que no hay nada que revele más vívidamente el abismo que se abre entre nosotros y nuestros antepasados de hace sólo unas cuantas generaciones... Sí, señor presidente... estoy llegando a la cuestión; todo esto está íntimamente relacionado con el motivo de mi alegato, por desagradable que parezca. No es mi intención estropearles el apetito; me limito a exponer el fundamento para el cargo que quiero presentar contra mis competidores, la Corporación Triplanetaria de Alimentación. De no entender este fundamento, podrían pensar que no es más que una queja trivial motivada por las graves pérdidas que ha soportado mi compañía desde que apareció en el mercado la Ambrosía Plus.

Todas las semanas, señores, se inventan nuevos alimentos. Aparecen y desaparecen como las modas femeninas, y sólo uno de cada mil viene a sumarse permanentemente al menú. Es extremadamente difícil acertar en el gusto del público de buenas a primeras, y reconozco sinceramente que la serie de platos Ambrosía Plus han obtenido el m s grande éxito en toda la historia de la industria alimenticia. Todos ustedes conocen la situación: los demás platos han desaparecido del mercado. Como es natural, nos hemos visto obligados a aceptar el desafío. Los bioquímicos de mi organización son tan buenos como los de cualquier otra compañía del sistema solar; así que se pusieron a trabajar inmediatamente en la Ambrosía Plus. No les revelo ningún secreto industrial si les digo que tenemos análisis de casi todos los alimentos, naturales o sintéticos, que ha utilizado la humanidad, incluso de platos exóticos de los que ustedes no han oído hablar jamás, como calamares fritos, langostas con miel, lenguas de pavo real, polipodios venusianos... Nuestra vasta biblioteca de sabores y texturas es nuestra base fundamental, así como la de todas las sociedades del ramo. De ella podemos seleccionar y mezclar elementos para cualquier combinación imaginable; y normalmente podemos obtener un duplicado, sin grandes dificultades, de cualquier producto que saquen nuestros competidores. Pero la Ambrosía Plus nos ha tenido desorientados durante bastante tiempo. Su precipitado de proteína - grasa la clasificaba decididamente como una carne sin demasiadas complicaciones... y, sin embargo, no lográbamos reproducirla exactamente. Esa ha sido la primera vez que han fracasado mis químicos; ninguno de ellos podía explicar qué era lo que confería a la sustancia su extraordinario atractivo, el cual, como todos sabemos, hace que, en comparación, nos parezca insípido cualquier otro alimento. Y con razón... pero vayamos por partes.

En pocas palabras, señor presidente: el director de la Corporación Triplanetaria comparecerá ante usted... más bien de mala gana, estoy seguro. Le dirá que la Ambrosía Plus se compone de aire, agua, calcio, azufre y demás. Eso es completamente cierto, pero es lo menos importante de toda esta historia. Pues nosotros acabamos de descubrir su secreto... que, como la mayoría, es bien simple una vez conocido. Desde luego, debo felicitar a mi competidor. Por fin ha hecho aprovechables cantidades ilimitadas de lo que es, por la naturaleza de las cosas, el alimento ideal de la humanidad. Hasta ahora lo ha habido en proporciones extremadamente reducidas, y, por tanto, lo venían paladeando los pocos entendidos que podían obtenerlo. Todos ellos, sin excepción, han jurado que no existe nada que se le pueda comparar ni remotamente.

Sí; los químicos de la Triplanetaria han hecho un trabajo magnífico. Ahora, a ustedes les toca resolver las repercusiones morales y filosóficas. Al empezar mi alegato he utilizado el viejo término de carnívoros. Ahora debo darles a conocer otro que, dado que lo empleo por vez primera, convendrá que lo deletree: C-A-N-I-B-A-L-E-S...
Versión audio en castellano:


 

viernes, 20 de abril de 2012

Primeros auxilios V (fractura o dislocación)

QUE HACER EN CASO DE FRACTURA O DISLOCACIÓN




El resultado de una caída, accidente o movimiento brusco puede ser una dislocación o ruptura de huesos, siendo la causa más común el atropellamiento, que es precisamente una situación de extrema urgencia y normal­mente requiere primeros auxilios; pero en este caso es necesario evaluar las características de los daños para no agravar la situación del animal.



A continuación veremos algunas de las fracturas más comunes y los riesgos que representan:



LOMO: Si se rompe la columna vertebral, el daño es muy seve­ro y puede producirse la parálisis de la parte posterior del cuer­po a partir de la fractura, por lo que es necesario mantener inmóvil al animal. Si es necesario moverlo, es preferible usar una tabla o algún material rigido la que haga las veces de camilla, con mucho cuidado lo arrastramos para subirlo y poderlo transportar sin lastimar más la columna. Como ultimo recurso se usará una manta pues al trasladarlo podríamos lastimarlo más debido al poco control del movimiento,



COSTILLAS: Si se sospecha que se han fracturado algunas cos­tillas, lo que debemos hacer es envolver la caja torácica del animal con vendas elásticas u otro material a la mano, procurando que el vendaje quede firme pero no demasiado apretado. Si tiene dificultades para respirar, es de suponerse que una costilla rota ha perforado un pulmón; en este caso hay que mo­verlo lo menos posible hasta que llegue la ayuda veterinaria.



PATAS: Si el animal ha sido lastimado en una de sus patas, habrá que mantenerlo acostado y envolver el miembro dañado con una toalla, de manera que tenga el menor movimiento posible, sobre todo si notamos que el hueso sobresale de la piel.



COLA: La fractura más común de los perros y gatos es en la cola, pues fácilmente se les atora al jugar o saltar, y también es muy fre­cuente que se les atrape con la puerta del coche. Si se percibe una fractura, lo único que se puede hacer es entablillarla para evitar el movimiento y llevar al animal al veterinario.



En todos los casos en que se sospecha fractura o dislocación, el animal debe ser auscultado por el veterinario y no es conveniente darle nada de comer o beber con anticipación, pues es probable que se le tenga que anestesiar, ya sea para operar, o simplemente para revisarlo, pues en estado consciente el animal no lo permitiría.

Primeros auxilios IV (golpe de calor)

Con la llegada del verano, el calor representa uno de los principales problemas al que se ve expuesto nuestro perro. El perro, es mucho más sensible al calor que los humanos, y un día caluroso puede ser muy peligroso para él si la exposición pasa de lo razonable.




Los perros no pueden regular su temperatura corporal mediante el sudor, debido a que no tienen glándulas sudoríparas repartidas por el cuerpo. Los perros eliminan el calor a través del jadeo y del sudor que expulsan por las almohadillas de sus patas y por las zonas aisladas con poco pelo, como puede ser el vientre.



La temperatura promedio en los perros es de 39°C, pero cuando sufren un golpe de calor, ésta puede llegar a los 42°C o más desencadenando una serie in de fallos internos, y en la medida que su sistema termoregulador también va perdiendo el control de la situación, puede llegar a morir.



¿Qué es el golpe de calor?



El golpe de calor o hipertermia en perros, es el aumento temperatura corporal.



¿Cuándo se produce el golpe de calor en el perro?



El golpe de calor suele presentarse en épocas de mucho calor, como el verano, y cuando hay un alto grado de humedad. Esto provoca que el perro acabe con sus reservas de azúcar y sales minerales, provocando un colapso interno que puede acabar con nuestra mascota en 15 minutos.



A pesar de la temperatura, hay ambientes que propician el golpe de calor, por ejemplo los espacios reducidos mal ventilados como el coche, una habitación, un balcón, etc.



Síntomas que presenta el perro por un golpe de calor:



•Está perezoso, sin ganas de moverse.

•Temblores musculares

•Aumento del ritmo cardíaco.

•Se tambalea.

•Jadeo o respiración constante y muy rápido.

•El perro parece atontado.

•Babeo espumoso que acelera la deshidratación.

•Vomito.

•Aumento de la temperatura corporal.



A raíz de estos síntomas, si el perro no es tratado a tiempo, puede presentar:



•La aparición de pequeñas manchas de sangre en la piel.

•Padecer una hemorragia gastrointestinal.

•Sufrir una insuficiencia hepática o renal.

•Verse afectado por un edema cerebral.

•Fallo de los órganos.



Primeros auxilios ante un golpe de calor en el perro



Bajar la temperatura corporal del perro colocándolo en un sitio fresco, ventilado y aplicando frío en las zonas más importantes, como son la cabeza, el cuello, las ingles y las axilas. De este modo, refrescaremos la sangre que va hacia el cerebro, evitando un posible daño cerebral, y bajaremos la velocidad de la respiración.



Poner al perro bajo un chorro de agua (templada), es importante mojar la zona de la cabeza ya que en el cerebro se encuentra uno de los centros de control de la temperatura y humedecerle el hocico sin obligarle a beber, puesto que puede que sea incapaz de tragar o que mucha agua lo ahogue. Cuando veamos que la respiración se ha normalizado, podremos sacarlo del chorro de agua pero manteniendo siempre el control de su temperatura.



Si queremos que el frío le cale rápido, podemos ayudarnos con ventilador o le podemos pasar cubitos de hielo por la nariz, las axilas y por los lados del cuello.



A pesar de todos estos esfuerzos, es fundamental que cuando nos sea posible, llevemos al perro al veterinario. Éste deberá hacerle un reconocimiento y administrarle la medicación adecuada para terminar de recuperarse.



Cosas que NO debemos hacer nunca ante un golpe de calor:



•Cubrir o envolver a nuestro perro con toallas, de esta manera el calor sube en vez de bajar

•Utilizar agua completamente helada, ya que le podemos provocar daños en el cerebro.





¿Cómo prevenir el golpe de calor en el perro?



Para evitar que nuestra mascota sufra un golpe de calor hay que actuar con sentido común.



•Hidratación: el perro debe tener siempre agua fresca y limpia.



•NO DEJAR AL PERRO ENCERRADO EN EL COCHE



•Sacar a pasear al perro en los momentos de menos calor.



•Ejercitar al perro en los momentos de menos calor.



•No encerrar al perro en un cuarto pequeño y sin ventilación.



•Si el perro pasa la mayor parte del tiempo en el jardín, acondicionarle algun tejado o sombra.



•En verano, es mejor darle la comida al perro por la noche porqué después de comer, los perros, son más propensos a sufrir colapsos.



•En caso de salir de viaje, es aconsejable llevar abundante agua y hielo. Si vemos que el perro se estresa, podemos colocar en el suelo de la jaula transportadora, toallas húmedas

Primeros auxilios III (maniobra de Heimlich)

Cuando de pronto un perro o gato se pone a toser violentamente y parece que se dificulta la respiración, es posible que el haya tragado un objeto que obstruye su garganta, lo que es sumamente angustioso, tanto para el perro como para quienes lo observan. El objeto puede ser un bocado de comi­da, un juguete o cualquier otra cosa. Este bloqueo es sumamente peligroso pues se interrumpe la respiración, por lo que hay que actuar de inmediato para salvar la vida del perro, desde luego to­mando las debidas precauciones para evitar ser mordidos. En el caso del gato puede ser una bola de pelos, la cual produce tos por un corto tiempo y luego expulsa el bollo, no suele provocar demasiados problemas.




La situación ideal es que intervengan dos personas, una soste­niendo con firmeza al animal e inmovilizándolo entre sus piernas mientras con las manos abre lo más posible su boca, mientras la segunda persona trata de localizar el objeto atorado y removerlo, ya sea con sus dedos o usando unas pinzas. Desde luego esta ope­ración se facilita si el animal ha perdido la conciencia, pero en todo caso hay que actuar con rapidez.



En el común de los casos, el objeto puede ser visto, pues se trata de algo tan grande que sobresale en la boca; pero también es frecuente que el objeto se encuentre insertado en la traquea y no se le pueda ver, por lo que habrá que intentar otros métodos; si se trata de un perro grande, se puede utilizar la llamada “maniobra de Heimlich”. Si el perro está inconsciente, se puede intentar con el perro acostado de lado, presionando fuertemente con una mano sobre las costillas y la otra debajo, tratando de producir un efecto de “fue­lle”, o sea que la presión del aire de los pulmones tenderá a desalo­jar el objeto. Tratándose de un perro pequeño, esta operación se puede intentar sosteniendo al perro de sus patas traseras y ponién­dolo boca abajo, lo que tiene la ventaja de que se aprovecha la gravedad.



Cuando se ha suspendido por mucho tiempo la respiración del animal, éste puede seguir sin respirar incluso si ya se ha liberado del objeto extraño, por lo que será necesario darle respiración arti­ficial o resucitación cardiopulmonar, dependiendo de las circuns­tancias. Si el perro es salvado, de todas maneras es necesario llevarlo al veterinario para que sea revisado.



Como realizar la maniobra de Heimlich



Coloca tus brazos al rededor del perro y junta tus manos justo debajo de su caja torácica (en el abdómen), Usando ambos brazos dele 5 empujes fuertes en el abdómen. Revise entonces la boca del animal o las vías respiratorias para retirar cualquier objeto.

Primeros auxilios II (resucitación cardio-pulmonar)


Todos absolutamente todos debemos aprender esta técnica ya que puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte de nuestro compañero.




Es semejante a RCP para los seres humanos. Estas instrucciones son para animales en estado de inconsciencia (no hay riesgo de ser mordidos por el animal), sin respiración, con falta de latidos o latidos leves.



Instrucciones:

El animal debe estar tendido de costado (decúbito lateral) con el lado derecho apoyado en el piso (osea con el lado izquierdo hacia arriba) con est posición dejámos el corazón del animal a nuestro alcance, asi podremos verificar el pulso y aplicar las compresiones de modo correcto.



Abra la boca del animal y asegúrese de que las vías respiratorias están libres de obstrucciones. Quite cualquier obstrucción, revise si hay latidos y/o respiración.





Instrucciones

Extienda la cabeza del animal hacia atrás (esta debe formar una linea recta con el lomo) y dé varias respiraciones artificiales, CORTAS pero FUERTES:

*Para perros grandes: Ciérrele firmemente la mandíbula y con su boca cubra la nariz del animal. Exale.

*Para perros pequeños y gatos: Ciérrele firmemente la mandíbula y con su boca cubra el hocico completo del animal (al ser mas pequeño toda la trompa del animal entrará en su boca). Exale.

Si lo está haciendo correctamente el pecho del animal debe levantarse.



Realice compresiones de pecho:

Con el animal acostado sobre su lado derecho, realizar entre 10 y 15 compresiones FIRMES con la parte dura de la palma de las manos, sobre las costillas justo detrás de la articulación de la pata delantera (escápulo-humeral)



Intercalar 5 respiraciones cortas y 10 compresiones en perros pequeños, perros medianos y gatos.

Intercalar 10 respiraciones cortas y 15 compresiones en perros medianos y grandes.



La frecuencia (velocidad) de las compresiones será un poco más rápido que 1 x segundo

PRIMEROS AUXILIOS I (Envenenamiento)

QUE HACER EN CASO DE ENVENENAMIENTO DE NUESTRA MASCOTA.




Los perros son animales curiosos por naturaleza y suelen meterse en problemas por su curiosidad con demasiada frecuencia. Si además se trata de un cachorro o un perro adulto juguetón, exploraran e investigan con mayor energía.

Además hay que tener en cuenta que son de naturaleza carroñera y depredadora por lo que todo lo que sea de su interés y este a su alcance lo comerán sin evaluar en primera instancia si es o no perjudicial para su integridad física, por lo tanto los dueños deben tomar precauciones y vigilar a su perro para evitar que corra peligro o encuentre algo dañino para su salud.

Debe acudirse al veterinario en todos esos casos en que un perro sano, durante o después del paseo comience a tener síntomas raros.

Recuerde que nunca sabremos el tipo de veneno con el que ha sido intoxicado, y en la mayoría de los casos puede que sea tarde.



Si sorprendemos a nuestro perro comiendo alguna sustancia tóxica deberemos:



•Ubicar la sustancia ingerida e identificar los componentes en el envase (mientras más rápido se sepa que fue lo que se ingirió, más rápido se podrán tomar las medidas de auxilio)



•Llamar de inmediato al veterinario por si debemos aplicar alguna medida de primeros auxilios, como inducir el vómito, dar de beber algo, etc. Es importante recalcar que cualquiera de estas medidas varían mucho dependiendo del tóxico ingerido por lo que no se pueden aplicar si se desconoce la causa del envenenamiento. En algunos casos el vómito retardaría la absorción, en otros podría causarle la muerte.

•Llevarlo rápidamente al veterinario, junto con una muestra del tóxico y el envase del mismo.



Que no hay que hacer:



•Dar agua, leche o un lavados gástrico sin antes conocer el tóxico (ello podría agravar las lesiones y la intoxicación al facilitar su absorción)



•Hacer vomitar en caso de ingestión de productos corrosivos, de petróleo y sus derivados, en caso de coma, convulsiones, trastornos respiratorios graves...ellos podría agravar las lesiones o extenderlas a otros órganos por una falsa deglución.



•Dar un purgante sin conocer el tóxico; algunos purgantes facilitan la absorción digestiva o tienen propiedades parecidas por lo que agravarían los síntomas.

"Pero a un perro con un cuadro de intoxicación grave de origen digestivo se puede recurrir al agua oxigenada para provocar el vómito y expulsar así la sustancia tóxica".



•Limpiar o lavar el pelaje del perro impregnado de gasolina o petróleo con un disolvente orgánico, lo que facilita la absorción.

"Si el perro se ha intoxicado por inmersión en sustancias químicas, se le lavará con agua abundante y aclarará para evitar que los elementos nocivos sean absorbidos por vía cutánea".



Consejos para provocar el vomito en nuestra mascota



•Algo casero para que le hagas tomar : 1/4 litro de vaselina líquida con 4 o 5 comprimidos de Carbón molidos. Esto disminuye la absorción de los venenos o tóxicos.



•Si no han pasado más de 30 minutos desde la ingestión del veneno puedes intentar provocarle el vómito dándole a tomar una tacita de agua oxigenada o agua común muy salada. Esto sólo si el animal no está desmayado o inconsciente